“De alguna manera, mueres”: La vida sin energía en la Cañada Real, España.


Poco ha cambiado en el mayor poblado chabolista de Europa desde que la ONU dijera que la falta de electricidad «viola los derechos de los niños» en 2020.
El pasado mes de octubre recibimos la visita del periodista británico Sam Jones. Fruto de aquella visita, publicó un artículo en el periódico The Guardian, que reproducimos de forma íntegra a continuación. Puedes consultar la versión original en ‘You kind of die’: life without power in the Cañada Real, Spain
Pocas partes del mayor barrio de chabolas de Europa hablan tan claramente de los últimos 12 meses como la pequeña, ordenada y oscura habitación de Luisa Vargas.
Una fina cortina cuelga de una ventana en la pared de madera para que entre un poco de luz, las estanterías impregnadas por el hollín de las velas y una estufa de leña se asoma cerca de la puerta, con su chimenea atravesando una húmeda costra del techo. Un gran televisor está desamparado y sin energía, y su lugar lo ocupa un portátil encaramado en una silla de niño y alimentado, en sesiones cuidadosamente racionadas, por una batería de coche.
En una esquina está la mesita donde el hijo de Vargas, de ocho años, intenta hacer los deberes a la luz de un teléfono móvil. Pero le cuesta concentrarse. Como todo el mundo en el sector seis de la Cañada Real, que se encuentra a media hora en coche al sureste del centro de Madrid, está luchando para hacer frente a la frustración diaria y a la indignidad de vivir sin electricidad durante todo un año.


«De alguna manera, mueres», dice Vargas, una mujer española de etnia gitana de 39 años que vive aquí con su familia desde hace 11 años. «Tienes frío y problemas de piel. Todo es malo».
El suministro eléctrico de los sectores cinco y seis, que suponen más de la mitad de los 14 kilómetros de extensión de la Cañada Real, y en los que viven 4.500 personas, se cortó a principios de octubre del año pasado. Tres meses más tarde, la tormenta Filomena se abalanzó sobre la Cañada, provocando las mayores nevadas de las últimas décadas, congelando las tuberías y llevando a la población de la Cañada al límite de su resistencia.
El gobierno regional de Madrid, una de las cinco autoridades que comparten diversos grados de responsabilidad sobre el asentamiento informal, culpa de la continua falta de energía a las plantaciones ilegales de marihuana en la Cañada que, según dice, someten a la red eléctrica a una presión tan grande que se desconectan por razones de seguridad.
El proveedor de energía, Naturgy, ofrece sus condolencias a los habitantes del sector seis, pero dice que el «uso intensivo e irregular» está colapsando la red. También señala que sólo tiene tres clientes registrados en el sector seis; el resto son «conexiones ilegales».
Hoy el cielo es azul y la temperatura es de 20 grados al mediodía, pero las mañanas en la Cañada se vuelven frías, el invierno espera y los estragos de Filomena están frescos en la memoria de todos.
Poco ha cambiado sobre el terreno desde el pasado mes de diciembre, cuando un grupo de expertos de la ONU advirtió al Gobierno español de que la falta de electricidad «no sólo viola el derecho de estos niños a una vivienda adecuada, sino que está teniendo un efecto muy grave sobre sus derechos a la salud, la alimentación, el agua, el saneamiento y la educación«.
Loubna El Azmani, trabajadora comunitaria de la Asociación socioeducativa Barró que vive con su familia en el sector seis, asegura que la existencia en la Cañada Real ha dado un giro de 180 grados en los últimos 12 meses.


«Hemos tenido que repensar totalmente nuestras casas porque no podemos usar nuestras neveras u hornos», dice.
«Incluso en el sector seis, hay grandes diferencias entre las familias; hay gente que ha conseguido generadores y que ha puesto paneles solares. Pero también hay personas con familias numerosas, que tienen ingresos mínimos y no pueden permitirse más que velas».
La gente, añade, no está pasando por todo esto porque quiera, «está pasando por todo esto porque no tiene otra opción».
Pocos en el sector lo están pasando tan mal como sus 1.200 niños. Los padres dicen que algunos de sus hijos e hijas se orinan en la cama porque tienen demasiado miedo de levantarse para ir al baño en la oscuridad. A otros les preocupa lo que les dirán por ir a la escuela sin lavar y con ropa sucia. Algunas se resfrían casi constantemente debido a sus condiciones de vida. Otros abandonan sus estudios por el estigma que conlleva el lugar en el que viven; todo lo que se dice de las plantaciones de marihuana y toda la retórica sobre las comunidades dependientes de las limosnas se ha filtrado de los adultos a sus hijos.
«La educación es muy importante para nosotros, pero este año el absentismo ha aumentado un 70%», afirma Azmani.
«Los niños están siendo acosados; la gente dice cosas como: ‘Oh, mira, están tratando de conseguir todo gratis’. Estamos viendo un deterioro de las notas que sacan porque están perdiendo las ganas. Están sufriendo».
Azmani no niega que haya habido plantaciones de marihuana en la Cañada, pero dice que proporcionan a las autoridades una excusa conveniente para demonizar e ignorar a las personas más vulnerables y marginadas de España.
«Llevamos un año luchando para que nos devuelvan la luz: queremos pagar nuestra electricidad», dice. «¿Por qué no tenemos ese derecho? Estamos a 15 km de Madrid, ¿por qué no podemos tener electricidad como un barrio normal?».
Azmani no entiende por qué se hace pagar a los niños de la Cañada por los «pecados de sus padres». Tampoco cree que las autoridades permitisien que un barrio rico de Madrid, como Salamanca, languidezca en la oscuridad durante un año si se descubriesen allí plantaciones de droga. Pero la mayoría de los que viven en Salamanca, no hace falta añadirlo, no son gitanos ni marroquíes.
A pesar del nombre manchado de la zona, de los traficantes y los heroinómanos, y de las líneas eléctricas enredadas con cables de escucha, Azmani está orgullosa de ser de la Cañada, que ha sido el hogar de miles de familias en los últimos 50 años.
«Si la gente sigue hablando de lo malo, ¿dónde vamos a acabar? El sector seis tiene seis kilómetros de longitud; sólo un kilómetro es ilegal. El resto es gente normal que intenta vivir. Hay chicos de aquí que estudian en la universidad y no quieren decir de dónde son».
Uno de los mayores problemas a los que se enfrenta el asentamiento informal es el hecho de hay demasiados agentes implicados: el gobierno regional de Madrid, la delegación del gobierno central en la región, el ayuntamiento de Madrid y otros dos municipios cercanos.
El gobierno español ha respondido a la presión de la ONU creando un grupo de trabajo interministerial para supervisar la respuesta a la situación de la Cañada. Su delegada en la Comunidad de Madrid, Mercedes González, afirma que debe cumplirse el pacto firmado por las partes implicadas hace cuatro años para que todo el sector seis sea demolido en los próximos tres años y sus habitantes sean alojados en otro lugar.
El Gobierno regional y el Ayuntamiento de Madrid están trabajando juntos para encontrar nuevas viviendas para los habitantes del sector seis, pero dicen que la tarea es complicada. Hasta la fecha, 130 familias han sido realojadas. En los próximos dos años, esperan realojar a otras 170, lo que significará que un tercio de las 900 familias habrán recibido un nuevo alojamiento.
Un portavoz de la Comunidad de Madrid afirma que se han aprendido las lecciones de la tormenta Filomena, y que la ayuda estará disponible para quien la necesite durante el invierno.
«Hemos hablado con los ayuntamientos correspondientes y cualquier familia que tenga problemas durante el invierno, como la falta de electricidad, podrá acceder a plazas de emergencia», dijo. «Habrá centros u hoteles donde podrán pasar unos días. Estarán abiertos a cualquiera que los necesite».
Hana Jalloul, ex secretaria de Estado de Migraciones y ahora diputada del partido socialista de la oposición en el Parlamento regional de Madrid, dice que hay que dejar de lado las diferencias políticas y centrarse firmemente en los niños.
«Todos tenemos que sentarnos a la mesa y ver cómo se pueden implicar todas las autoridades», dice Jalloul. «Todo tiene que ir de la mano y tiene que haber una solución -y no una lucha política- por el bien de todas las familias. Ellas son la prioridad. Los niños aquí son más importantes que nada».
También sugiere que se proporcionen paneles solares a los que no tienen electricidad, y que se entreguen tabletas a los niños -como ocurrió durante la pandemia- para garantizar que puedan mantenerse al día con sus estudios.
Sin embargo, algunos de los residentes más antiguos de la Cañada ya han abandonado la esperanza. Manuela, cuyos hijos han crecido y se han marchado, y cuyo marido murió el año pasado, pasa los días sentada al lado de la carretera.


Ella y una amiga, también viuda, charlan, se compadecen y espantan las moscas mientras las gallinas picotean entre los montones de ladrillo y hormigón que antes eran casas.
Ninguna de las dos mujeres cumple los requisitos para ser realojada y ninguna sabe qué pasará cuando la zona sea finalmente demolida.
Manuela dice que no está pidiendo un palacio o una mansión en La Moraleja, donde vive y juega la aristocracia empresarial y futbolística de Madrid. Sólo un techo, una habitación y un baño.
«Aquí no hay electricidad; no hay nada», dice. «Vivo como un perro en la calle».
A medida que se acerca el invierno, Luisa Vargas y su familia cuentan los días hasta el próximo mes de febrero, cuando les han prometido un nuevo hogar en otro lugar de Madrid.
«Pero eso sigue significando que tendremos que pasar otro invierno aquí», dice. «No tenemos otro sitio al que ir. Tenemos que intentar esperar aquí. Hará mucho frío y no hay leña».
¿Hay algo que echará de menos de la Cañada cuando finalmente se vaya? Vargas responde a la pregunta con una carcajada. «No. Nada en absoluto».
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